«No tosa Chelito, no tosa»
repetía muchas veces en la voz más baja de todas.
Me desesperaba y ponía mi mano en su espalda.
Rezaba y esperaba pero el sonido siempre volvía, era tan fuerte que nos retumbaba en el pecho a las dos. Yo estaba convencida de que la curaba con tocarla y de que la gracia de Dios de la que hablaban mis tías era cierta. Con todas mis fuerzas le rogaba a la Virgen, al Santodios, a San Miguel. Sentía que con mi energía la escondía de la muerte y la guardaba en esa casa para mí.
Por las mañanas el terror desaparecía y cuando me despertaba la oía hablando bajito en la cocina, haciéndome un jugo de mora y dejándome dormir hasta tarde porque pobrecitalaniña.
Chelito se sentaba todos los días en la silla blanca en el medio de la sala a mirarlo todo, a dejar que las rayas de sus ojos se aclararan con la tristeza, a quererme, a pensar en él,
a extrañarlo.