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CHELITO

Gabriela V. Vargas Contreras 

«No tosa Chelito, no tosa»

repetía muchas veces en la voz más baja de todas.

Me desesperaba y ponía mi mano en su espalda.

Rezaba y esperaba pero el sonido siempre volvía, era tan fuerte que nos retumbaba en el pecho a las dos. Yo estaba convencida de que la curaba con tocarla y de que la gracia de Dios de la que hablaban mis tías era cierta. Con todas mis fuerzas le rogaba a la Virgen, al Santodios, a San Miguel. Sentía que con mi energía la escondía de la muerte y la guardaba en esa casa para mí.

Por las mañanas el terror desaparecía y cuando me despertaba la oía hablando bajito en la cocina, haciéndome un jugo de mora y dejándome dormir hasta tarde porque pobrecitalaniña.

Chelito se sentaba todos los días en la silla blanca en el medio de la sala a mirarlo todo, a dejar que las rayas de sus ojos se aclararan con la tristeza, a quererme, a pensar en él,

a extrañarlo.

Esa noche le rogó que no se fuera.

Recuerdo que la vi arrodillada frente a él jalándole la ropa mientras todas las otras almas de la casa estaban en bata y pijama vigilándolos,

nadie más decía nada.

Cuando escuché los gritos, me escapé de la cama y desde la oscuridad del pasillo solo me quedó esa imagen.

Después corte a negro,

rayos de sol y el patio lleno de rosas.

No sé si realmente vi esto. Ese instante navega en mi mente; y debe ser cierto, porque me duele adentro como cuando a los cuatro años se me pudrieron todos los dienticos frontales y la aguja de la odontóloga vino corriendo a mi boca. Ella me dijo que imaginara la picada de una hormiga. En cambio, sentí los aguijones de cien mil hormigas y la profunda traición de todos los que se confabularon para llevarme hasta ahí.

Desde ese momento viví en un constante estado de zozobra del que solo me distrajeron los cuidados y el amor de mi Chelito. Gracias a esa paranoia, presté mucha atención a todas las conversaciones en la densa aldea que era esa casa y pude saber que lo que había pasado nos superaba a todos, nos precedía, era el cemento triste que unía los muros de aquel lugar.

Las cortinas que daban hacia el patio llevaban la cuenta de las horas. La reja siempre estaba cerrada y tenía una rejilla más fina enfrente para evitar que entrara cualquier animal. La puerta se abría en la mañana y solo se cerraba a las nueve y cuarto de la noche. La luz de afuera se apagaba a las once en punto. Nadie tenía derecho a estar despierto después de esa hora.

Mi mamá era mucho más joven de lo que soy ahora. No paraba de trabajar porque era la única forma de librarse del olor de esa casa y de los tiempos marcados por esas cortinas.

El niño se fue.

Ella lo recuerda ahí sentada mientras me mira, mientras me quiere. A partir de que él no volvió, yo le comencé a contar las arrugas de las manos. Y solo yo pude pintarle las uñas, olerle las rodillas, peinarle el pelo eterno y liso, verle los colores reales en las rayas de los ojos.

Me enseñó a decir gracias, a respetar, a no decir mentiras.

—Usted es mi pedazo de cielo— me dijo.

Como yo no podía pronunciar esa frase le empecé a decir Chelito y al poco tiempo ese pasó a ser su nombre oficial.

Yo le compraba los cigarrillos a ella y a mi tía Nora. Me mandaban por las mañanas al kiosko que quedaba en la esquina y yo lo vivía como una gran aventura. Chelito siempre fumaba en el cuarto, sentada en la cama frente al televisor para que nadie la viera. La caravana de colillas llenaba viejas latas de atún que se oscurecían curadas por el calor de la nicotina.

Todo y todos olíamos siempre a tabaco, a madera, a la mantequilla de las arepas, a lágrimas y secretos guardados, a laca de pelo y a pintura al frío.

Chelito perdonó al que lo mató.

Le dijo a la mamá que no la iba a hacer pasar por lo mismo.

Y después solo a mi me dijo que me quería. Solo yo pude cambiarle el nombre. Me dejó verla desnuda, me perdonó cuando me burlé porque ya no tenía dientes, me contó de su papá asesinado en el monte y de su tía la que se mató por amor. 

Chelito se partió y nos dio todos los pedazos.

Nunca se quedó con nada,
ni siquiera conmigo.

Cuando tenía doce años mi mamá decidió que nos mudábamos a Caracas.

Un poco después de que cumplí 15 nos avisaron que Chelito estaba muy mal.

Llegamos y nos dijeron que tenía dos días sin responder, que ya tenía un pie en otro lugar. Cuando fui a verla se despertó y me sonrió, me preguntó cómo estaba y al rato se quedó dormida de nuevo.

Yo hablé con él en mis sueños esa noche.

Como cuando lo llamaba de chiquita para que me ayudara a salvarla, solo que ese día entendí que ella debía seguir su camino.

Él no tardó en buscarla.

Al día siguiente, en ese preciso instante, todos tuvieron algo que hacer lejos de la casa o lejos de ese cuarto, menos yo.

Mi tía me pidió que ayudara al enfermero,
el enfermero le movió la cabeza de la almohada y salió.

Chelito movía los ojos muy rápido, como si estuviese soñando el sueño de toda su existencia. Después abrió un poquito la boca, movió todo su cuerpo para exhalarse y, un segundo después, todo lo que la componía quedó vacío y en calma como un hermoso desierto.

Yo presencié su conversión en arena como otra prueba de su divinidad. Como la última de sus multiplicaciones de silencioso amor. Como un regalo.

Las piernas me temblaban pero me acerqué, le toqué el pecho con las dos manos y con mucho amor le agradecí y me despedí.

Me despedí de ella y de mi infancia.

El día en que ella se fue
esa casa, él y yo fuimos hermanos.

Fotografía de Chelito
Fotografía de Chelito
Fotografía de Chelito
Fotografía de Chelito

Fotografías por Santiago Méndez y Gabriel Pinto