No suelo notar patrones en mis viajes. Los pasajeros son tan variados como aburridos. Un tipo hablando muy alto por teléfono, niñas yendo a comer a la costa, señoras que van al cementerio. Casi todos miran sus teléfonos. Lo que es perfecto ya que casi nadie me fastidia con lo de «por fa, ¿podría poner la radio?», o «¿tiene música en su celular?»
Últimamente solo escuchaba podcasts de jardinería. María Helena me los mostró como una alternativa a mi actitud de no quiero escuchar música. Me funcionaba para enfocarme en nuestro jardincito. Teníamos menta, perejil, cilantro, albahaca, ajíes dulces, tomates, zanahorias y su planta de marihuana. Quizá en otros tiempos hubiera podido fumarme un churro en el taxi. Lo de la marivuelta me salía mejor con Elena; escuchábamos música y nos reíamos… con María Helena era incómodo.
Después del altercado con María Helena, todo empezó a distorsionarse. La noche era distinta, homogénea: recogiendo, sin intención, nada más que niñas tristes por toda la isla.
María Helena dejó su taza de café, sin tocar, sobre la mesa de la cocina. Yo tenía la mía entre manos, enfriándose. Solo escuché el portazo y el arranque de su moto. Ella tenía rato incómoda. Sentía que la asfixiaba, o al menos eso dijo. Yo no entiendo a qué se refiere, ella tiene su espacio, tiene su tiempo. Supongo que no lo comprendo porque me rehúso a procesar lo que dijo antes de cruzar el portal.
Mi colesterol alto ya no le sonaba a razón sino a excusa. Me cuesta enfocar la mirada. Los párpados se me hinchan con mucha más facilidad que antes. Cualquier cosa me da gripe, la nariz se me tapa.
Elena diría que mi sien se ve como la del malo de la comiquita esa de las bolas del dragón, o como se llame. María Helena me corregiría por decirle comiquitas. «Pa’ mí son dibujitos y ya» respondería yo.
Intenté calmarme, respirar. Aún sentado en la cocina cerré los ojos. Al abrirlos estaba dentro del taxi. Debí tomar ese café. Hice un nuevo intento por controlar mi respiración, como María Helena me enseñó. «Así puedes manejar la ansiedad», dijo. «Yo no tengo nada de eso», me dije aferrándome al volante. Escuché la voz de María Helena: «Todos sufrimos de ansiedad en algún pun…». Sonó la bocina del auto en medio de la oscuridad y los murciélagos salieron volando desorientados del guayacán.
Creo que golpeé con demasiada fuerza mi frente contra la corneta.
Decidí no respirar, ni pausar, ni nada de eso. En vez de calmarme bordeando el litoral, como hubiera hecho en otros momentos, fui al centro a hacer doble turno.
La costa me recuerda a Elena. Supongo que María Helena cortó las invitaciones a la playa al notar lo lejos que estaba mi cabeza.
Allí, a Elena le gustaba caminar de espaldas. «Me gusta ver cómo la espuma borra nuestras huellas», alguna vez comentó. Prefiero caminar viendo hacia adelante, además, «te podrías caer», le dije, a lo cual respondió: «para eso está la arena y tu mano». Ella le veía el encanto a la más mínima situación. En ese sentido, María Helena y yo éramos más parecidos, más pragmáticos, menos cursilería.
La primera chica que recogí era corpulenta y cerró la puerta con más fuerza de la necesaria. Me volteé para reclamarle pero al verla me quedé callado, tosí y me di la vuelta. Solo me dio una dirección y procuró que no me diera cuenta de que estaba llorando. Era difícil no notarlo, se le estaba cayendo una pestaña postiza. Al ver el golpe en su hombro musculoso le pregunté si estaba bien, si quería que la llevara a un hospital. Y con una voz gruesa y seca me respondió que no.
Estuvimos en silencio el resto del viaje. La dejé y continué buscando pasajeros.
Debía estar en piloto automático porque casi atropello a la siguiente chica cuando pedía la carrera. Ella no se percató del posible accidente. Solo me sonrió y me hizo gestos con la mano. Por el retrovisor vi cómo se despedía de un muchacho. El adiós fue embarazoso, los cachetes se tocaron en un punto incierto entre el cuello y la oreja. Ella, cargada con una mochila por delante y otra por detrás, intentó abrazarlo pero, en el proceso, se le cayó una de las sillas plegables que sostenía entre el brazo y el torso. Él trató de ayudarla a recogerla. Ambos parecían perezas con los ojos blancos, tratando de controlar una situación de la manera más casual y desacertada posible.
Ya dentro del taxi me dio la dirección de su nueva casa. Trató de ser amable y sacar un poco de conversación. Sentí el compromiso en su entonación. Respondí con monosílabas, ella dejó de hablar y miró hacia la calle, «¿puedo abrir la ventana?», preguntó. Le dije que sí. Inquieta y por inercia pasó sus dedos por sus labios. Reconocí ese gesto. Había pasado demasiado tiempo desde que alguien, incluido yo, fumara dentro del taxi.
Como si otra persona hablara por mí, le dije que podía fumar si quería. Ella sonrió, prendió un cigarro y me lo pasó, luego prendió otro para ella. El oleaje se escuchaba cada vez más lejos. Nos acercábamos al centro. Al ayudarla con las sillas noté cierta ligereza en su expresión, como si la amargura del comienzo del viaje se hubiera diluido. No se veía como alguien que odiara el sitio al que estaba llegando. La dejé en su hogar y seguí.
Por la zona abundan los clubes nocturnos. Necesitaba alejarme de ahí, no quería borrachos en mi taxi.
Cabeceaba, así que decidí volcarme hacia la derecha y parar un momento, consideré volver a casa. Aunque tal vez Elena, digo, María Helena, ya habría vuelto y seguro no estaría dormida. Apenas eran las once de la noche.
A punto de abandonar la idea del doble turno noté unas uñas largas alzarse al final de la cuadra.
Una mujer, un tanto ebria, se montó adelante conmigo. Le abrí la ventana, por si acaso. El silbido del viento se mezcló con su voz que tarareaba la canción del taxista, la del tipo este, Arjona. No era la primera vez que me pasaba. La única razón por la cual reconozco la melodía es porque, al contarle un episodio parecido a Elena, echó una carcajada y, como era usual, supo de qué canción hablaba y me la cantó. La letra era una desgracia para el gremio pero su voz hacía que se te olvidaran esos detalles.
«¿A dónde vamos?», le pregunté. La mujer, sin responder, se abalanzó sobre mí y me besó. Yo la aparté, su cara estaba a centímetros de la mía. La melancolía en sus ojos se me hizo familiar. Me tocó la entrepierna acercándose, esta vez, con más cautela. Al notar sus pecas me paralicé. Me costaba respirar y sentí que perdía la visibilidad.
En la isla no es tan raro tener pecas, María Helena las tiene. Al igual que Elena las tenía. Aunque ya en sus últimos meses no le quedaban muchas. Su enfermedad no le permitía salir demasiado al sol. Cada vez era más sensible. Con el tiempo, como nos pasa a quienes dejamos de ir a la playa, su piel dejó de ser trigueña, se opacó. Se convirtió en la sopa de apio más cálida y devastadora que jamás he conocido.
Abrí los ojos y tomé una gran bocanada de aire. La mujer ya no estaba.
El corazón me latía como loco. Solté las manos del volante y respiré, solo respiré. Cuando dejé de sentir que estaba escapando de un puma, supe que era hora de volver.
Comenzó el amanecer. El cielo estaba sin nubes y el horizonte encandilaba mis ojos. Así debía sentirse Elena. Una vez me leyó un artículo sobre un pintor de aquí, del Caribe, que dibujaba con la luz y el bajo contraste, o algo así. Por un momento sentí que vi la isla de esa forma, como ella la vio en sus últimos días: monocroma y desteñida por el sol. Así se sentía el recuerdo de Elena.
Al llegar a casa veo la moto de María Helena. Me da un vuelco al corazón. Entro y ahí está, dormida en mi butaca, como lo ha hecho desde hace veintidós años. Aunque algo es diferente. Puedo ver cómo sus piernas y brazos se desparraman por los lados del sillón. La mitad de su cuerpo está en el aire, «ya no es nuestra chiquita» murmuro con la mirada puesta en el techo.
Tomo las tazas, las limpio, preparo café y lo sirvo. Voy a la sala y la despierto. Ella desorientada toma la taza y bebe, luego me observa, mira su reloj, va a hablar pero la interrumpo: «Entonces… ¿A dónde es que te quieres mudar?»
Ilustración animada por Andreína Vallés