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Cristian E. Caroli

Nos bajamos del Twingo del 2002, fatídico año que España perdió el Mundial de Fútbol cuando fueron eliminados por Corea del Sur en semifinales. Mi estómago rugía y yo le decía traaaaanquilo, Bobby. Tranquilo. Era un lujo ir a Calle El Hambre de Sorocaima. Ahí dónde estaba el bingo abandonado. Hubo una época en la que mis padres iban ahí a jugar cartones, beber whisky barato y comer sánduches de queso y jamón. A veces servían comida cocinada. Todo es gratis, decía mi padre. Puede que fuera por alcohólico o ludópata, o ambos si era fin de semana.

Mi mente necesitaba un descanso. Llevaba estudiando con Laura toda la tarde, preparándonos para los exámenes de fin de trimestre. Yo siempre trataba de parecer inteligente frente a ella, aún cuando estudiando me sintiera bruto. Decía frases vacías tipo interesante esta aproximación y demás expresiones que solo dicen los científicos en las películas.

Fuimos al puesto de perrocalientes de Cara’ecrimen: un hombre gordo, honesto. Tenía una cicatriz en la cara que le había dejado un perro que lo atacó mientras se bañaba en un estanque en Los Chorros. Él siempre decía que esas marcas se las había dejado un atraco que salió mal. Que lo traicionó el pure. Los compañeros lo jodían diciendo que el crimen era ser tan feo, no que lo hayan rajado en un atraco. Yo las únicas veces que me dirigía a esta gente era para pedir comida. Hubiera sido un sueño para mí fraternizar con ellos y conseguir uno que otro perrocaliente gratis. Gratis no, brindado.

Era un día especial, tenía más hambre que de costumbre. No sabía si pedir un perrocaliente o un pepito. El perrocaliente era barato y resolvía, pero el pepito era un privilegio. Era sobrehumano, un reto emplatado en servilletas. Pero un pepito era solo un pepito, el perro podía ser más de uno. Una legión de perrocalientes. Me podría detener cuando estuviera satisfecho. Incluso innovar, ver qué le podía poner.

—¿Qué quieres, menor?— me preguntó Cara’ecrimen.

—Verga. Aún no lo sé.

El menú era una belleza: una pieza de plástico donde salía un perrocaliente con lentes oscuros y una gorra volteada pintando dos palomas. Los precios estaban escritos con marcadores de pizarra porque el Bolívar cada día valía menos y uno de cada 3 años le agregaban uno o par de ceros. ¿Cuánto vale un perro? era una pregunta filosófica. La respuesta era lo que dijera Cara’ecrimen.

—¿Me pasas el queso parmesano?

Nawebonada, pensé. Ni que fuera una pasta. Un carajo a mi lado comenzó a polvorear su perrito con queso parmesano. Lo empanizó, sin termor. Al primer mordisco respiró en medio de la mordida y aspiró sin querer un poco de queso. Comenzó a toser y terminé rodeado en una niebla de queso parmesano que me dejó hediondo.

—Coño, marico— le dije.

—¿Cómo me dijiste?— me respondió.

—Nada, pues. Me llenaste de parmesano. Pide disculpas.

Se limpió la boca con la manga del sweater y asintió en tono apenado. Menos mal, porque seguro me mataba si se prendía una coñaza.

—Bueno, ¿qué vas a querer comer, papá?— preguntó Cara’ecrimen una vez más.

Antes de poder responderle sonó la sirena y llegó la patrulla. De ahí se bajaron dos funcionarios, uno más gordo que el otro y el más flaco de los dos era el doble de tamaño de Cara’ecrimen.

—Contra la pared todo el mundo.

Mi amiga Laura se quedó fría. No habíamos hecho nada malo, pero estábamos seguros que eso daba igual. En total éramos unos 12 en la calle. Pusimos las manos contra las rejas que rodeaban al Bingo y comenzamos a esperar el registro. A Laura no le dijeron nada. La dejaron tranquila.

Nos pidieron las cédulas y las ojearon como si supieran lo que estaban haciendo. A los menores de edad les dijeron que se fueran. Luego comenzaron a requisarnos. Yo seguía viendo hacia el bingo. El cartel que decía Bingo La Trinidad estaba hecho polvo. Y la entrada por donde habían pasado viejas, políticos, putas y más viejas estaba abandonada. Recuerdo un día que traté de entrar con mis amigos. El gorila de la puerta nos dijo que no íbamos a pasar por pelabolas. Que solo queríamos entrar a comer, beber y joder. Y yo le dije ah, bueno mamawebo pero esto es un Bingo o están dando la misa. Me soltó un bofetón. Nunca nadie me había pegado en la cara, al menos no un tipo. Una vez una mujer me abofeteó en una discoteca porque pensó que le había agarrado el culo, pero había sido el novio. Fue humillante.

Llegó mi turno y el policía comenzó a registrarme. Mis amigos decían que yo tenía cara de marihuanero. En realidad es que yo era medio gafo y jugaba Magic, el dominó de niños gordos. El policía me registró lo que se conoce como la canoa, esa región del interior que sostiene las bolas. Ya que el tipo estaba ahí, me tomé la molestia de preguntarme si me gustaba que un tipo me tocara. 

Venezuela es un país muy homofóbico. Mi padre no era de esos que decía que prefería un hijo malandro que marico. Recuerdo un día que pedí que me compraran un muñeco de La Bestia en La Bella y La Bestia. Era un Ken. Yo tenía unos 6 años y quería un muñeco que pudiera convertir en hombre y bestia cual Jekyll and Mr. Hyde. No que yo jugara a ser José Saramago, pero mis sesiones de juego tenían ciertos requerimientos de valor de producción. En fin, contemplaron la posibilidad que yo fuera homosexual. Pero no me juzgaron y mi abuelo me compró el juguete de todas formas. En ese momento que el efectivo de la Policía de Baruta me estaba manoseando las bolas, aproveché a revisar si encontraba algún tipo de placer en eso. Resultó que no, lo cual fue un alivio. Ser homosexual en Venezuela debe ser muy jodido. Ya ser heterosexual es un infierno. Capaz sentía menos temor a vivir una vida como homosexual que declararle mi amor a Laura: tenía más amor que pluma.

Esperé que manosearan como a 5 personas más. Nos devolvieron las cédulas y nos dijeron que mosca. Una oportunidad perdida para decir el crimen no paga, o alguna mierda de estas. Todo el episodio me había cortado el hambre, enía las bolas en la garganta. Cara’ecrimen se echó a reír y nos preguntó si nos gustó que nos metieran mano los policías. Toda una casualidad, así que dije con firmeza que no era lo mío. Laura pidió un pepito e ignoramos por completo el encuentro.

—¿Qué te sirvo, mi rey?

Me sentí halagado. Esa era la magia de ese lugar. Un momento estabas contra una pared siendo hostigado por la policía y al próximo eras un rey a punto de orquestar un banquete.

—Quiero un perro con todo.

—¿Qué es con todo?— me preguntó.

La pregunta me dejó sin aliento. La cantidad de salsas e ingredientes que tenía Cara’ecrimen a su disposición era digna de un récord mundial. Tenía hasta salsa de maíz, un néctar inventado por la ingeniería alemana de la familia Fritz, supongo yo. Había salsa de todos los países: salsa de yogur árabe, salsa picante mexicana, salsa inglesa, salsa tártara… la ONU de la salsa. Terminé abrumado.

—Nada, yo te digo qué le vas poniendo.

—Fuego— y Cara’ecrimen me apuntó con su espátula de albañil que usaba para trabajar la plancha.

Le indiqué que primero pusiera el pan. Un pan blando y suave bañado al vapor imposible de recrear sin estar al aire libre. Luego la salchicha, que está bañada en un agua servida del mismo tobo con el que Cara’ecrimen se baña antes de empezar a trabajar. Un baño estoico y utilitario. La salchicha es hervida y sazonada con especias mediocres pero justas. Luego pedí salsa de tomate, mayonesa y mostaza. Después la cebolla.

Respiré profundo.

—Ajá, ¿y esto es con todo para ti?— me retó.

—No— dije sin saber qué más ponerle.

—¿No quieres queso?

Pensé en el queso que le tenía a mi enamorada, a Laura, tan bella ella. Y yo tan güevón. Nunca me para bola, pero sí me hace daño. Cara’ecrimen sacó su rallador y comenzó a lloviznar queso Gouda sobre mi perrocaliente hasta camuflarlo por completo.

—¿Le ponemos un huevo frito?

El que tenga miedo de morir que no nazca. Asentí. Rompió un huevo en la plancha y se cocinó al instante.

—¿Qué fue primero? ¿El huevo o la gallina?— preguntó Cara’ecrimen.

—El huevo— dije —porque mucho antes que hubieran gallinas ya muchas especies se reproducían con huevo.

Ah, vaina me dijo —Le pongo pollo, pues.

Casi lo detengo, pero no pude. Luego le puso repollo, que no es lo mismo que más pollo. Luego aguacate. Fueron unas tajadas que fileteó de lo que pudiera ser considerado un huevo de dragón más que un aguacate. Luego jamón, chuleta, salchicha y chorizo. Esto estaba saliéndose de control.

Respiré profundo y escuché a mi estómago. Cual Pitbull me dijo daleh. ¿Qué más le puedo poner?

—¿Qué más se te ocurre?— preguntó el perrero.

—¿Pavo?

Clavó su espátula en la tabla de cortar con una furia incontrolable, como si fuera un puñal. Luego produjo un cuchillo de carnicero y lo puso contra mi cuello. 

—¡¿Qué es lo que quieres de verdad?!

—Ponle pavo— afirmé.

Cara’ecrimen asintió. Le puso una lonja de pavo. 

—Aja, ¿y ahora qué más?

—Ponle… mortadela.

Cara’ecrimen decepcionado dejó caer su espátula en el tobo. Se hundió en la profundidad como un ancla de aluminio glaseada en aceite.

—¿Qué es lo que de verdad quieres?

Hice un gesto como si fuera agarrar mi perrocaliente, pero Cara’ecrimen me golpeó la mano. Lo miré intensamente, con ira. Pero no se comió mi bluff. Yo sabía lo que quería, pero tenía miedo a pedirlo.

Cara’ecrimen negó en silencio, decepcionado. Levantó el perrocaliente y comenzó a andar hacia los potes de basura rodeados de moscas que estaban a solo unos cuantos pasos. En retrospectiva, muy poco higiénico y la posible razón por la que me salió un absceso grasso en el hígado hace unos años que me dejó hospitalizado por dos semanas. Mi estómago empezó a rugir, a gritarme, a pedir auxilio. Y no fue hasta que mi corazón me lo pidió que acepté que era la hora de la comida.

—Ponleee…

Cara’ecrimen sonrió.

—Ponle dinosaurio, pues.

Y ahí sí pedí de todo. Le puse un título universitario, la hipotenusa, una carrera en la industria petrolera. Que le pusiera un Aveo, un viaje a Mérida, que pusiera memoria RAM, un Dreamcast, Blanka, Zangief, otros personajes de Mortal Kombat, la Zona en Reclamación, un termo Contigo, un Nokia de los viejos, un CD de la Enciclopedia Encarta, la Firma del Acta de Independencia, el Museo de los Niños y Sofía Ímber, la concesión de Radio Caracas Televisión, reírse mientras te estás meando, un mamón, el color verde, un disco duro, un podcast de 3 carajos hablando paja, el postre, tres cartones del Kino Táchira, unos tiros, droga, tierra, agua, viento, corazón, Adolfo Cubas bailando, un oso polar, unos polinomios, libertad de expresión, una toalla, Cocacola, el deber ser, más aguacate por favor.

Cara’ecrimen sirvió mi pedido. Luego, caminó a la panadería de enfrente a comprar el pan canilla para hacerle el pepito a Laura. Bajamos la comida con par de maltas y al terminar de comer nos limpiamos las manos con servilletas.

Nos montamos de vuelta al Twingo para subir de nuevo a la universidad y seguir estudiando.

—¿Qué tal comiste?— preguntó Laura.

—Bien, pero no quedé lleno.

—Yo tampoco.

La miré a los ojos.

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